domingo, 19 de abril de 2015

El día a día de un actor cualquiera

Me levanto cada mañana y, antes de correr el telón, siento los mismos nervios de siempre, el miedo a que las cosas salgan mal y, a su vez, las ganas de comerme el mundo. Tiemblo. Al fin, el telón se corre y llega a mí la luz de los focos que me ilumina y me indica que es el momento de interpretar mi papel, de salir al escenario y darlo todo.
Un montón de ojos me observan, a mí y a mis compañeros, lo sé, lo noto, a pesar de que la fuerza de los focos hace que no pueda ver nada más allá del escenario, pero sé que están ahí y sé que tengo que hacer un gran papel, y no por ellos, si no por mí, por demostrarme a mí misma que puedo hacer todo lo que me proponga, y que cada lucha no es una victoria, pero sí una experiencia.
Y al final del día, antes de que el telón se cierre, agradezco a todo ese público que ha ido a ver todo lo que hemos preparado, esa obra en la que hemos puesto un pedacito de nosotros. Abrazos, ahí siempre hay muchos abrazos. Después doy las gracias de forma personal a mis compañeros, esos que, tanto encima, como detrás o debajo del escenario están dando todas sus fuerzas y un poquito más para que todo funcione a cada instante, es una especie de ritual que nos hace querernos un poquito más.

Finalmente, el telón se cierra y, con él, mis ojos, fin del día, fin del acto y de la obra. Después de una gran dosis de mundo, solo queda descansar y coger fuerzas, al fin y al cabo, otro escenario nos espera al día siguiente, otros papeles a interpretar y un mundo que no para de dar vueltas pero, ¿qué importa eso? Cuantas más vueltas dé el mundo, con más valor pisaremos el escenario cada día y más fuerte se oirá nuestra voz.

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