Me levanto cada mañana y, antes de correr el telón, siento
los mismos nervios de siempre, el miedo a que las cosas salgan mal y, a su vez,
las ganas de comerme el mundo. Tiemblo. Al fin, el telón se corre y llega a mí
la luz de los focos que me ilumina y me indica que es el momento de interpretar
mi papel, de salir al escenario y darlo todo.
Un montón de ojos me observan, a mí y a mis compañeros, lo
sé, lo noto, a pesar de que la fuerza de los focos hace que no pueda ver nada
más allá del escenario, pero sé que están ahí y sé que tengo que hacer un gran
papel, y no por ellos, si no por mí, por demostrarme a mí misma que puedo hacer
todo lo que me proponga, y que cada lucha no es una victoria, pero sí una
experiencia.
Y al final del día, antes de que el telón se cierre,
agradezco a todo ese público que ha ido a ver todo lo que hemos preparado, esa obra
en la que hemos puesto un pedacito de nosotros. Abrazos, ahí siempre hay muchos
abrazos. Después doy las gracias de forma personal a mis compañeros, esos que,
tanto encima, como detrás o debajo del escenario están dando todas sus fuerzas
y un poquito más para que todo funcione a cada instante, es una especie de
ritual que nos hace querernos un poquito más.
Finalmente, el telón se cierra y, con él, mis ojos, fin del
día, fin del acto y de la obra. Después de una gran dosis de mundo, solo queda
descansar y coger fuerzas, al fin y al cabo, otro escenario nos espera al día
siguiente, otros papeles a interpretar y un mundo que no para de dar vueltas
pero, ¿qué importa eso? Cuantas más vueltas dé el mundo, con más valor
pisaremos el escenario cada día y más fuerte se oirá nuestra voz.
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